viernes, 28 de marzo de 2014

EL UNIVERSO DE LA PALLOZA. Un hogar de ayer admirado hoy




Situada entre las provincias de Lugo y León, a más de mil metros de altitud, los Ancares constituye el último bastión de una cultura secular. Tanto la historia como la vida en estos valles han estado profundamente condicionadas por la extremada climatología y por su orografía atormentada.


Tierra de leyendas y de culto al fuego, costumbres estas que evidencian el indiscutible origen céltico de sus habitantes, quienes cada noche cubrían con cenizas la lumbre para encontrarla viva a la mañana siguiente, lo que permitía recuperar rápidamente la temperatura ideal de la vivienda al tiempo que ahuyentaba los malos espíritus, se nos presenta como un universo de verdes valles colonizados por una vegetación exuberante protagonizada por robles y castaños que se alternan en el espacio con pastizales y tierras de labor, armonizando así un paisaje dibujado por las vertiginosas laderas de las montañas.


Sierra de Ancares en León.
Tierra esta delimitada por la imponente Sierra de los Ancares que actúa de frontera natural entre las comunidades de Galicia y Castilla y León, ha sufrido un aislamiento secular traducido en carreteras hasta hace pocos años inexistentes, largos inviernos en los que la nieve hacía desvanecer toda tentativa de viaje, ausencia de luz, teléfono y cualquier otro signo de modernidad, lo que ha favorecido la supervivencia de un modo de vida y un dialecto genuinos cuyos orígenes se remontan a la época prerromana, así como una arquitectura popular de fuerte personalidad en la que brilla con luz propia la palloza.


Conjunto de pallozas en
Campo del Agua
 
Los tiempos actuales nos entregan una realidad sensiblemente distinta de la que ha presidido el día a día de los últimos siglos. Inmediatamente después de adentrarnos en la comarca nos invade una profunda sensación de soledad, tan sólo mitigada por la extrema belleza del entorno salpicado por un basto conjunto de aldeas muy diseminadas y semiabandonadas con una población preocupantemente envejecida y una bajísima tasa de natalidad. Casas cerradas en las que solamente entra la luz en época de vacaciones, viejas pallozas en estado ruinoso y la ausencia de niños jugando en las calles son el común denominador de cada núcleo urbano.


Palloza en Campo del Agua. El Bierzo.
Muchos de los poblados de la sierra de Los Ancares están asentados sobre lo que antiguamente fueron brañas, es decir, conjuntos de chozas levantadas en zonas altas y habitadas por los pastores en los meses de verano. Solamente aquellas enclavadas en lugares muy protegidos y con mejores condiciones de acceso fueron convirtiéndose en núcleos urbanos estables compuestos por un pequeño grupo de pallozas. Su plena existencia supone la presencia de una de las más primitivas construcciones del viejo continente como fieles reflejos de las cabañas celtas. En el interior se escenificaba el universo en el que giraba la vida familiar al ser a la vez vivienda, establo y almacén. El nivel más alto estaba destinado a vivienda, mientras la zona central era ocupada por pequeños aposentos, el horno y la eterna lumbre y, ya por último, el nivel más bajo que cumplía las funciones de establo y almacén de aperos de labranza. Una única puerta comunicaba con el mundo exterior, mientras el humo del fuego buscaba por si solo la manera de escapar al aire a través de la techumbre de paja de centeno.

Sierra de Ancares

Cualquiera de nosotros puede imaginar las duras condiciones de vida a las que cada día se enfrentaban estas gentes, especialmente en los largos y fríos inviernos, pero ello no impidió la perfecta armonización biológica del hombre y su morada, toda vez que esta estaba diseñada y contrastada para ofrecer las mayores comodidades y funcionalidad de acuerdo con los condicionantes naturales del entorno.


Una técnica milenaria 

Las peculiaridades de la cubierta constituyen el aspecto más singular de la palloza, pareciéndose en la mayoría de los casos a un casco de barco invertido.

Teitando una palloza en Piornedo. Ancares de Lugo.
 Pero no debemos olvidar la complejidad de la estructura sobre la que se instalará la techumbre. Esta se asienta sobre un armazón de madera sana y bien cortada de roble o castaño compuesto por vigas que se apoyan entre si en la parte superior formando el vértice del edificio. Así mismo y en sentido descendente cada elemento se une horizontalmente a los de al lado mediante tablones de la misma naturaleza hasta formar una superficie inclinada que garantiza la rigidez de todo el entramado. Lo peculiar de este sistema es que no se emplea ni un solo clavo metálico, pues antiguamente no se encontraban con facilidad, eran costosos y se oxidaban con la humedad.  Para esta función se emplea un ingenioso sistema de cuñas de madera que con precisión matemática taladran cada elemento para unirlo al inmediatamente inferior. Con ello se consigue una estructura homogénea que se comporta de manera idéntica ante los cambios climáticos, con el consiguiente menor esfuerzo y deterioro, por lo que se garantiza una mayor longevidad.

Proceso de teitado de una palloza.
Piornedo. Ancares de Lugo.

La cubierta de paja es el elemento que cierra la construcción de una palloza. El material empleado es siempre el cuelmo de centeno, el cual ha de ser cosechado en el momento preciso, ni muy verde ni muy seco, con el fin de obtener un buen comportamiento en lo que a flexibilidad y resistencia se refiere.

El proceso de colocación del centeno recibe el nombre de teitado y se realiza en dos fases. La primera consiste en colocar una capa de gavillones (manojos de paja) de forma longitudinal a la estructura de madera atándolas a esta por medio de cuerdas, de tal manera que cada una cubra al menos un tercio de la inferior. Esta fase se remata con la colocación de sucesivos gavillones en sentido horizontal y sujetos mediante el mismo procedimiento, lo que puede hacer ganar entre 60 y 80 centímetros la altura total del edificio.


Pallozas perfectamente conservadas
en Piornedo. Ancares de Lugo.
Una vez rematada la primera capa se comienza a colocar con la misma técnica que la anterior nuevos cuelmos de centeno con la espiga hacia arriba, cuidando que el extremo inferior quede bien alineado y evitando que no queden pajas clavadas en la capa inferior para evitar filtraciones de agua. Una vez alcanzado el extremo superior de la estructura y partiendo de una pequeña estaca vertical clavada en el vértice, se extenderá hacia abajo un entramado de cordón vegetal que garantiza la solidez de la cubierta.


Con el paso del tiempo el humo de la lumbre que permanentemente estaba encendida en el interior cubría de hollín la cara interna de la techumbre, con lo que se conseguía aumentar su capacidad de aislamiento térmico e impermeabilidad.


Paralelismos

El centeno se mezcla con la pizarra
en la Sierra de Ancares.
Resulta indiscutible la similitud existente entre el diseño de una palloza y las construcciones castreñas, en particular las cabañas celtas, de la época prerromana en el continente europeo.  En ambos casos se parte de una planta circular, similar a las halladas en distintos yacimientos arqueológicos de la época celta en todo el noroeste peninsular.


Así mismo, los materiales constructivos y el concepto de edificación en la que se alojan hombres y enseres junto a animales y utensilios de labranza es una tónica general desde los hallazgos en las excavaciones hasta la forma de vida de los últimos habitantes de las pallozas. Según afirma el profesor Jorge Dimas, todo indica que esta manera de construir casas redondas representa una línea de continuidad a través de los siglos…


Bosque de Castaños.
No obstante no debemos dejar de lado que el diseño de la palloza ha sufrido una evolución con el paso del tiempo, adaptándose a las necesidades de cada momento. Tal y como la conocemos cumple una función más propia de una economía cerrada, proporcionando abrigo y almacén a su dueño y refugio para sus animales en un entorno de permanente aislamiento, concepto sensiblemente distinto a la cultura castreña en la que se vivía en comunidad. 

El último testigo

La primera pregunta que saltaba al aire cuando se contemplaba una palloza era siempre la misma: ¿vivirá alguien en una? Nuestra sorpresa vino cuando oímos que en la deshabitada aldea de Mazo quedaba un anciano que se resistía a abandonar la vivienda en la que había pasado sus más de 80 años de vida.


Un habitante de una palloza se calienta al fuego.
Mazo. Sierra de Ancares. Lugo.
Inmediatamente nos dirigimos en busca del que parecía ser el último ser humano habitante de una palloza. El rumor se confirmó y un mediodía de agosto conocimos a Antonio, quien con una serena mirada y una cordialidad exquisita disipó todas las ideas preconcebidas que pudiéramos llevar.


Mientras las horas pasaban sin darnos cuenta nuestro nuevo amigo nos relataba cómo su difícil vida ha transcurrido por estas tierras. Muy pocas han sido las ocasiones en las que había abandonado su aldea: una temporada para trabajar en las minas de carbón de la cuenca minera de Laciana, en otra ocasión para combatir en el frente y la última para visitar a una sobrina en Barcelona, de donde se vino de inmediato, “no entiendo como la gente puede vivir en esos pisos que parecen nichos unos encima de otros sin ver el campo, siempre con prisas. Eso no es vida”.


Atardecer en la Sierra de Ancares.
El Bierzo. León
Antonio era un hombre con las ideas claras. Nunca se casó y no dudó en sacrificarse para sacar adelante a su familia. “Aquí la vida era muy dura. Sembrábamos patatas, berzas y fréjoles y criábamos un cerdo que nos tenía que durar para todo el año. La tierra no daba para más”. Apenas hacía dos décadas que en su palloza lucía una única bombilla, la techumbre necesitaba una reparación urgente al no haber sido repasada desde hace 40 años pero no tenía medios económicos y cuando llovía cubría su cama con un rosario de paraguas para no mojarse, pero no importaba “mientras la cama esté seca no hay problema”.


Detalle de una 
palloza.
Pese a todo se resistía a dejar su casa. “Aquí nací y he vivido y aquí quiero morir”, repetía constantemente, así como la idea de que no comprendía las razones por las que se reparaban gratuitamente pallozas que nadie habitaba en las aldeas cercanas mientras la suya se caía a pedazos.


En medio de su incapacidad para asimilar los criterios modernos que justificaban la recuperación de los entornos urbanos en el marco rural con fines turísticos y de su tenaz negativa a abandonar la aldea para irse a vivir con sus sobrinos, dejamos a Antonio en la soledad de la noche estival bajo una bóveda celestial en la que millones de estrellas dibujaban un escenario casi irreal, en silencio y sin poder evitar un último vistazo hacia atrás y contemplar la única luz artificial de la aldea: el tímido resplandor de la bombilla de nuestro amigo que se escapaba por las fisuras de su pertrecha palloza.

José Manuel Gutiérrez.

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